Minggu, 24 Juni 2007

LA MEZQUITA DE ALMONASTER

| Minggu, 24 Juni 2007 | 0 komentar

UNA JOYA DEL ARTE ISLÁMICO ANDALUSÍ






Cuando el viajero se pierde sin prisas por la Sierra de Aracena, en la provincia de Huelva, atraido por la belleza de sus pueblos y el verdor de sus paisajes de encinas y castaños, acabará llegando a la pequeña localidad de Almonaster la Real. El nombre del pueblo en sí le traerá reminiscencias árabes (la fortaleza) y el caserío le transportará a otras épocas. Podrá encontrar allí algunas viviendas de tradición mudéjar y una iglesia gótica con una hermosa fachada, de estilo claramente manuelino, que le recordará las que tan abundantes son en Portugal.

Mientras recorre a pie las calles, el viajero divisará un alto cerro, en el cual se alzan los restos del castillo de la localidad. Atraido por el conjunto, encaminará hacia allí sus pasos y, tras pasar el circuito de murallas, habrá dado con un pequeño edificio, una de esas joyas únicas del arte de nuestro país, la mezquita de Almonaster que, por una de esas casualidades de la Historia, ha llegado hasta nuestros días tras más de 1000 años de azarosa existencia.

El caminante se encuentra ante una mezquita que debió atender las necesidades de una comunidad rural no muy numerosa, como delatan sus reducidas dimensiones. Su guía le indica que casi todos los autores coinciden en datar el templo hacia comienzos de la segunda mitad del siglo X, en plena época califal. Y que estaríamos, por tanto, ante uno de los escasísimos ejemplos de mezquitas de ese periodo de esplendor; contrapunto, en el medio rural, a las grandes mezquitas urbanas de las ciudades andalusíes.

Ésta que ahora observa debió alzarse sobre los restos de una antigua iglesia visigoda y en su construcción se emplearon el ladrillo y la piedra, así como abundante material de acarreo. El interior presenta cinco naves de desigual anchura y en su muro de la quibla se localiza un rústico mirhab, simplemente un estrecho nicho de planta semicircular, enfrentado a la nave central, más ancha que las otras cuatro. Las naves presentan arcos que debieron ser originariamente de herradura, sostenidos mediante columnas o plilarillos en los que aparecen reaprovechados materiales de épocas anteriores.

Disfrutará el viajero de la soledad del edificio, del ambiente en penumbra de su interior, y se contagiará de la fuerza telúrica que parece emanar de la construcción. Meditará, en suma, y llegará a la conclusión de que a veces la belleza no necesita de grandes formatos, como le confirma el diminuto patio de abluciones que queda en un lateral de la mezquita, trazado sobre la propia roca y donde una taza recoge el murmullo del agua que cae y que, con suerte, sérá el único sonido que le acompañe el recorrido.
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Pero aún hay más: cuando abandone el edificio el viajero podrá observar un alminar de planta cuadrada, muy rehecho en épocas posteriores, al que no podrá resistirse a subir. Lo hará por una empinada y estrecha escalerilla y, desde lo alto de la torre, alcanzará a divisar a sus pies todo el pueblo y media sierra. Arte y naturaleza unidos de la mano.

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